Es el primer acercamiento hacia la inteligencia emocional. Percibimos emociones y comprendemos que algo nos ocurre. Una persona con inteligencia emocional muy desarrollada puede reconocerlas más allá del lenguaje verbal o el estado anímico evidente, como el llanto o la risa. Cuando nuestra inteligencia emocional está activa somos capaces de distinguir y percibir emociones en gestos pequeños y sutiles como el lenguaje corporal o las expresiones del rostro.
Parece contradictorio, pero utilizar las emociones para pensar, ayuda a jerarquizar y a distinguir lo verdaderamente importante. Cuando la mente y el pensamiento se acostumbran a trabajar juntos para detectar aquello que requiere de nuestra atención es más sencillo, por ende, podemos reaccionar de una manera emocionalmente inteligente. En ocasiones, la emoción carga con el peso de estar relacionada con la pena, la tristeza o el llanto. Nadie quiere que esto se convierta en un modelo de respuesta. Por el contrario, la respuesta de la inteligencia emocional es aquella en la que hemos involucrado pensamientos y sensaciones.
Probablemente este sea el aspecto más difícil de asimilar durante el desarrollo de la inteligencia emocional. Poder comprender las emociones propias y ajenas requiere de un profundo conocimiento personal y de un amplio grado de empatía.
Cuando las emociones se exteriorizan, ya sea la ira, la alegría o la tristeza, existe detrás un proceso que no siempre sabe cómo canalizar lo que sentimos. Un ejemplo claro suele ser el enfado, ¿cuántas veces has estallado con la persona menos indicada? En muchas ocasiones, los estados de ira nos hacen reaccionar por detalles insignificantes, es una forma de canalizar la frustración o el miedo sin aplicar la inteligencia emocional.
Lo qué hacemos con las emociones una vez que las detectamos y las tenemos presentes es la última parte para trabajar y desarrollar la inteligencia emocional. Se trata de la capacidad personal para gestionar de manera eficaz las emociones, manteniendo cierto control sobre ellas y sobre la de los demás.
La inteligencia emocional se puede desarrollar en cualquier etapa de la vida y como toda habilidad depende, en gran medida, de nosotros mismos ya que al hacerlo podremos profundizar en ella, mejorarla y perfeccionarla. En los momentos difíciles de la vida aplicar la inteligencia emocional puede resultar de mucha ayuda porque nos permite sobrellevar el dolor de una manera diferente y nos brinda herramientas para avanzar.
Las personas con una inteligencia emocional alta tienen la capacidad de gestionar y autorregular sus emociones, convirtiéndolas en personas flexibles, con capacidad para adaptarse a los cambios con optimismo. Suelen ser seres resilientes, que saben desenvolverse ante los conflictos y disuadirlos, porque entienden la naturaleza de los mismos, usándolos para avanzar y progresar.
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